DE CUBA, SU GENTE: Abre tus labios ya, siénteme dentro
Escrito por Diana Castaños/Especial para CubaSí
Se llama Adriano y tiene 19 años. No le importa que yo sea mayor que él, ni las canas incipientes, ni el jardín de hojas secas de mi casa; no le huye a las responsabilidades.
Se llama Adriano y tiene 19 años. No le importa que yo sea mayor que él, ni las canas incipientes, ni el jardín de hojas secas de mi casa; no le huye a las responsabilidades.
Con él no voy a la Casa de la Música de Miramar ni al restaurante La Catedral. Atrás quedan los recuerdos del filete canciller y de los camarones al ajillo. Me escribe en la nuca con tinta indeleble Tu es la vague, moi l'île nue (Tú eres la ola; yo, la isla desnuda), en francés, porque para algo lleva dos años estudiando en La Alianza.
Con él hay malecón. Mucho malecón. Por la mañana, para ver el sol; por la tarde, para despedirlo. Entre tanto, porque sí. Adriano es romántico como solo pueden serlo los amores de 19 años.
Y es caos. Diecinueve millones de kilómetros largos de caos. Preguntas y contradicciones. Sobre si ponerse o no un piercing en el estómago; sobre qué implica tener o no inclinaciones bisexuales. Ama a Proust como solo lo puede amar un virgen que tiene largas horas para la ensoñación. Y sueña todo el tiempo.
El primer minuto del día 14 de Febrero me llamó y me preguntó si era lo suficientemente valiente para tener una cita con él esa noche. Le dije: «Estás loco» y sus 19 años me respondieron: «De amor». Le dije: «No puedo vivir la vida como si tuviera diez años menos». Me dijo: «Perder el equilibrio por amor es parte del equilibrio de la vida».
En la medianoche del 14 de Febrero de este año crucé media ciudad para verlo. Fue una odisea encontrar taxi disponible y casi tuve que pagar mi salario completo de todos los artículos que he escrito para esta columna… pero llegué.
El apartamento de la fiesta estaba lleno de adolescentes. Las chicas tenían el pelo de colores y expansiones en las orejas. Había mucho humo y algunos jugaban a «la botellita». Y yo, que en la primaria, cuando todos los demás descubrían ese juego, besaba sentada, apática y ajena a todo, la colección entera de los libros de Julio Verne, me arrodillé por primera vez a ver frente a una botella cómo se decidía el reto del momento.
Adriano se las arregló para que a la primera vuelta de la botella me tocara besarlo. Yo fingí no darme cuenta de su ardid y justo entonces —no antes, ¡oh, inconsciente!—, supe que lo encontraba hermoso. No a su rostro imberbe, no al contraste paradisíaco de su pelo rizado, a su virginidad, a la torpeza de sus intentos de rozarme el antebrazo. A sus declaraciones de amor, que incluían que no le importaba que yo fuera mayor que él, ni mis canas incipientes, ni el jardín de hojas secas de mi casa.
Y solo porque me lo pidió con ojos limpios y sus manos le temblaban, y era, en definitiva, 14 de Febrero, besé a sus 19 años. Y fue un beso tierno y suave, que duró par de horas.
Qué delicioso es el caos.
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