Acosada por la injusticia social inveterada, por una corrupción imparable y por una ola de violencia delictiva en la que confluyen factores internos y externos, como el combate al narcotráfico impuesto por el gobierno de Washington en México, Centroamérica y Colombia, la ciudadanía guatemalteca entregó ayer el mando del país al general Otto Pérez Molina, del Partido Patriota (PP), en una segunda vuelta electoral caracterizada por la desesperanza y la ausencia de propuestas alternativas al modelo de subdesarrollo que impera en el vecino país desde hace décadas.
Con un programa de mano dura contra la delincuencia, que repite en buena medida las fórmulas contrainsurgentes aplicadas por las dictaduras militares en décadas pasadas, Pérez Molina obtuvo un amplio margen sobre su competidor, el empresario Manuel Baldizón, un populista de derecha caracterizado por sus propuestas confusas y contradictorias y sus antecedentes como forjador de una fortuna empresarial oscura y cuestionable. Ninguno de los dos presentó, en el curso de sus respectivas campañas, ideas coherentes para resolver la marginación, el desempleo, la impunidad fiscal de los más ricos, la opacidad administrativa y otros problemas que configuran la problemática tradicional de la nación centroamericana.
De esta manera, al final de la administración del socialdemócrata Álvaro Colom, a cuyo partido se le prohibió que presentara como candidata presidencial a Sandra Torres, ex esposa del aún mandatario, el poder en Guatemala regresa al estamento militar-empresarial que ha dominado el país desde mediados del siglo pasado y que, cuando lo ha perdido formalmente por breves periodos, ha tenido la capacidad de someter a las instituciones para preservar privilegios, injusticias e impunidad.
El caso de quien despachará como próximo presidente es paradigmático: Otto Pérez Molina hizo carrera en el ejército coordinando masacres de civiles en comunidades campesinas, torturando y asesinando a guerrilleros reales o presuntos. Hay documentos filmográficos que lo muestran, de pie junto a los cuerpos de sus víctimas, explicando con frialdad los métodos reglamentarios utilizados en la guerra sucia emprendida por los regímenes militares, que causó más de 200 mil muertos. Existen documentadas investigaciones que lo vinculan con el asesinato del obispo Juan Gerardi, quien, tras los acuerdos de paz de 1996, emprendió una exhaustiva investigación de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los militares en los años previos. Pero, a diferencia de su antiguo superior, el general Efraín Ríos Montt, quien hace unos años fue inhabilitado como candidato presidencial por su responsabilidad en el genocidio, Pérez Molina consiguió presentarse a los comicios.
A la vista de sus antecedentes, el triunfo electoral de Pérez Molina es una tragedia para la institucionalidad guatemalteca, un triunfo de la impunidad y un riesgo de agudización de la violencia en el país vecino. Cabe esperar que la vigilancia social sobre su gobierno y los contrapesos institucionales sean capaces de impedir que el general eche mano, en su prometida “lucha contra la delincuencia”, de los métodos que aprendió cuando, con el grado de mayor, destruía pueblos en el noroccidente de Guatemala.
Con un programa de mano dura contra la delincuencia, que repite en buena medida las fórmulas contrainsurgentes aplicadas por las dictaduras militares en décadas pasadas, Pérez Molina obtuvo un amplio margen sobre su competidor, el empresario Manuel Baldizón, un populista de derecha caracterizado por sus propuestas confusas y contradictorias y sus antecedentes como forjador de una fortuna empresarial oscura y cuestionable. Ninguno de los dos presentó, en el curso de sus respectivas campañas, ideas coherentes para resolver la marginación, el desempleo, la impunidad fiscal de los más ricos, la opacidad administrativa y otros problemas que configuran la problemática tradicional de la nación centroamericana.
De esta manera, al final de la administración del socialdemócrata Álvaro Colom, a cuyo partido se le prohibió que presentara como candidata presidencial a Sandra Torres, ex esposa del aún mandatario, el poder en Guatemala regresa al estamento militar-empresarial que ha dominado el país desde mediados del siglo pasado y que, cuando lo ha perdido formalmente por breves periodos, ha tenido la capacidad de someter a las instituciones para preservar privilegios, injusticias e impunidad.
El caso de quien despachará como próximo presidente es paradigmático: Otto Pérez Molina hizo carrera en el ejército coordinando masacres de civiles en comunidades campesinas, torturando y asesinando a guerrilleros reales o presuntos. Hay documentos filmográficos que lo muestran, de pie junto a los cuerpos de sus víctimas, explicando con frialdad los métodos reglamentarios utilizados en la guerra sucia emprendida por los regímenes militares, que causó más de 200 mil muertos. Existen documentadas investigaciones que lo vinculan con el asesinato del obispo Juan Gerardi, quien, tras los acuerdos de paz de 1996, emprendió una exhaustiva investigación de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los militares en los años previos. Pero, a diferencia de su antiguo superior, el general Efraín Ríos Montt, quien hace unos años fue inhabilitado como candidato presidencial por su responsabilidad en el genocidio, Pérez Molina consiguió presentarse a los comicios.
A la vista de sus antecedentes, el triunfo electoral de Pérez Molina es una tragedia para la institucionalidad guatemalteca, un triunfo de la impunidad y un riesgo de agudización de la violencia en el país vecino. Cabe esperar que la vigilancia social sobre su gobierno y los contrapesos institucionales sean capaces de impedir que el general eche mano, en su prometida “lucha contra la delincuencia”, de los métodos que aprendió cuando, con el grado de mayor, destruía pueblos en el noroccidente de Guatemala.
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