Kivi na ndií: Día de Muertos entre ñuú savi
Francisco López Bárcenas
Entre los ñuú savi (mixtecos) los días de muertos son de las fiestas más importantes para las familias que ahí habitan, quienes se preparan con mucha anticipación para esperar su llegada y cuando se van acercando lo hacen casi con ansiedad.
En los preparativos de esta celebración participa toda la familia. Desde finales del mes de julio los hombres siembran ita kua’a (flor amarilla) también llamada ita i’i (flor bendita), que es como se conoce al cempasúchil (flor de muerto) por su color o función, con el cual, llegado el día, se marcará el camino a las ánimas que regresan, para que no se pierdan; también se adornará el altar familiar donde, junto con los santos a los que la familia es devota, las almas de los muertos departirán los alimentos que con gran solemnidad y respeto les ofrecerán sus familiares, como si estuvieran vivos. Las mujeres muelen totopos, tortillas, tostadas típicas de la región, que van juntando poco a poco en canastos de carrizo o tenates de palma para obsequiar a los próximos anfitriones.
En la última semana del mes de octubre las amas de casa bajan a los tianguis a hacer plaza, es decir, comprar todo lo necesario para la fiesta. Llevan tenates de palma o canastas de carrizo, vacíos y regresan con ellos llenos de chile amarillo, costeño o guajillo, ajonjolí, tomate y demás especies que utilizarán para preparar el mole de guajolote, típico de la parte baja de la región y que sólo se consume en fechas de mucha importancia, como ésta. Compran ocote para la lumbre, copal para purificar el altar en que se alojarán los fieles difuntos, cera de miel de abeja para fabricar velas de cera, en su defecto, compran velas de parafina. Faltando unos cuantos días van a la recaudería y se surten de frutas o, si tienen, las cortan del huerto familiar, procurando sean las que a los difuntos que esperan les gustaban. Algo que nunca falta es el típico pan de muerto, que se elabora de diversas formas y calidades: el que representa a los niños o el de los muertos grandes, el de pura harina y el de yema huevo, tipo empanada o con calabaza adentro.
La fiesta dura tres días, tiempo en que las almas de los difuntos abandonan ñuú ndií, el pueblo de los muertos, lugar donde moran las almas de los que fallecen y desde donde nos vigilan. En el primero, conocido como vigilia, se recibe y atiende a los niños y se le nombra kivi na ndií vali: día de difuntos pequeños; en el segundo se comparte con los adultos acaecidos y se conoce como kivi na ndií shanu: Día de Muertos grandes; el último es para acompañar a todos en su regreso al panteón, de vuelta a su mundo, ñuú ndií, desde donde nos seguirán acompañando.
Por influencia de la religión católica, hay tres tipos de difuntos a los que no se espera porque se tiene la certeza de que no llegarán: los niños que mueren sin bautizarse y los adultos que se van en pecado. Tampoco pueden participar en el ritual los que no han cumplido un año de fallecidos a la llegada del Día se Muertos; deben esperar hasta el próximo año para volver.
Aunque la fiesta es muy familiar no deja de tener su tinte comunitario. En los pueblos donde tienen bandas de viento, en estos días tocan el alba alrededor de las cinco de la mañana, anunciando que van a comenzar a llegar las almas, y la familia se pone en movimiento: mientras unos queman copal o incienso en el altar familiar que ya se encuentra arreglado, otros marcan el camino de la casa regando flor de cempasúchil, desde la calle hasta el edificio que recibirá a los muertos. A la hora del desayuno un mayordomo toca las campanas y quema cohetes anunciando que es hora de servirles: entonces sus familiares les bridan atole de maíz a los chicos y chocolate a los grandes. Lo mismo sucede a la hora de la comida, para la cual se acostumbra preparar caldo de pescado o mole con torta de huevo y camarón para los niños y mole de guajolote o tamales para los mayores. En el kivi na ndií shanu las familias reparten parte de su comida entre sus vecinos, familiares, compadres, amigos y conocidos a quienes más cerca los tiene el afecto.
El 2 de noviembre, muy de madrugada, algunas personas comienzan a partir rumbo al panteón, otras lo hacen al amanecer. Todas llevan, además de sus velas, flor de cempasúchil y agua bendita. Se acompaña a todos en su regreso a ñuú ndií, desde donde salieron para acudir a su fiesta; por eso al Día de Muertos también se le nombra viko ndií: fiesta a donde vienen los muertos. Llegando al panteón se prenden las velas alrededor de las tumbas de los difuntos para que iluminen su camino, también se les adorna con flores y se les rocía agua bendita. Así permanecen largo rato, dos o tres horas, después regresan a su casa. Algunas familias llevan al panteón parte de la ofrenda y ahí mismo desayunan, otras regresan y se van a lugares populares en las inmediaciones a disfrutar del día, que se convierte en jornada de descanso y regocijo familiar. El Día de Muertos ha terminado.
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