El poder para siempre no existe
Sergio Ramírez
En junio de 1972, la
célebre periodista italiana Oriana Fallaci logró entrevistar en su
palacio amurallado de Addis Abeba al emperador de Etiopía, Haile
Selassie, el León de Judá, quien se proclamaba descendiente de
la reina de Saba y el rey Salomón. Al final ella le preguntó: “¿cómo
mira a la muerte? El emperador, que tenía 80 años y le faltaban tres
para morir, pareció no entender:
No cabía en su mente que su poder no estuviera ligado a la
inmortalidad. Pero no fue siempre un hombre distraído de la realidad,
porque en un tiempo se puso a la cabeza de la lucha en contra de las
tropas de Mussolini que invadieron Etiopía. Y al final, depuesto por un
golpe militar, no pudo imaginar la clase de muerte que tendría,
estrangulado en su propia cama, y enterrado bajo el piso de un baño en
su propio palacio imperial.¿A qué? ¿A qué?
A la muerte, Majestad, insistió ella. Y eso desbordó la paciencia del soberano:
¿La muerte? ¿La muerte? ¿Quién es esta mujer? ¿De dónde viene? ¿Que quiere de mí? ¡Fuera, basta!
Me ha venido a la cabeza esta historia de alguien que desde su trono eterno se indigna cuando le hablan de la muerte, ante las noticias de la caída del dictador de Zimbabue Robert Mugabe, gracias a otro golpe militar, tras su permanencia en la presidencia durante casi cuatro décadas. Mugabe, un tanto más práctico a sus 93 años, sí aceptaba que un día habría de morir, desde luego que escogió como sucesora a su esposa y antigua secretaria, Gracia Marufu, mucho más joven que él, y a quien la gente llamaba en secreto Desgracia Marufu. También, en lugar del título de primera dama, le daban el de
primera compradora, pues se escapaba a París o Londres en excursiones por las boutiques de lujo para hacerse de decenas de trajes y zapatos exclusivos. Dueña del monopolio de producción y distribución de los productos lácteos en el país, alegaba que sus gustos se los pagaba con su propio dinero. La Universidad de Zimbabue le otorgó un doctorado, sin haber puesto nunca un pie en las aulas, siendo el propio Mugabe quien le colocó el birrete en la ceremonia de graduación. Ambiciosa y astuta, mientras su anciano marido se dormía en las reuniones de gabinete, ella iba tejiendo su propia urdimbre de poder.
La tentación de quien contempla la historia personal de un dictador, es verla como la de alguien que desde el principio alberga las intenciones de usar el poder para beneficio personal, y quedarse para siempre en el mando a costas de lo que sea, asesinatos, cárcel, exilio de quienes se le oponen, establecer un régimen familiar y designar como sucesor a uno de sus hijos, o a su propia esposa.
Pero la vida es más compleja. Tal como Haile Selassie, Mugabe, líder guerrillero del Ejército de Liberación Nacional Africano de Zimbabue (Zanla, por sus siglas en inglés), condujo la lucha de su pueblo para librarse del dominio de la minoría blanca que había establecido un régimen racista igual al de África del Sur. De las penurias del combate pasó a la ruindad de la tiranía, el crimen, el fraude electoral repetido, la corrupción y la opulencia, ya convertido en primer ministro, luego presidente, y al mismo tiempo jefe vitalicio del partido oficial, el ZANU-PF.
Y su discurso de los tiempos guerrilleros nunca cambió. Aunque
arruinó al país, destruyó la economía, y la inflación llegó a una
increíble cota de 231 millones por ciento, no dejó de proclamarse
socialista, en lucha abierta contra los demonios del capitalismo y el
colonialismo.
El paraíso socialista de Mugabe no fue sino un infierno. A su caída,
el desempleo alcanza 95 por ciento; 72 por ciento de la población vive
en la pobreza, sin acceso a la electricidad y al agua potable; sólo 6
por ciento llega al tercer grado de primaria, y la esperanza de vida es
de apenas 56 años. Su pretendida reforma agraria destruyó la
organización productiva de las fincas, y sólo trajo escasez y desabasto
crónicos.
Cualquiera que lo criticara se volvía de inmediato un traidor, algo
que en su ya obsoleta retórica revolucionara podía significar una orden
de ejecución. Y también tenía a su servicio fuerzas paramilitares
entrenadas para garrotear y asesinar disidentes. En 2008 perdió las
elecciones ante su oponente Morgan Tsvangirai, y entonces proclamó que
solamente Diospodía apartarlo de la presidencia. Dios a su servicio personal de católico practicante que comulgaba devotamente en la catedral de Harare, la capital.
Al celebrar sus 91 años, Gracia le organizó una fiesta para 20 mil
invitados, que llenaron un estadio de futbol. Por supuesto, los
empleados públicos debieron asistir obligatoriamente, bajo pena de
despido, pagando su cuota. Se sirvió una parrillada gigante, donde podía
elegirse entre lomos de elefante, entrecotes de búfalo, piernas de
impala y costillas de antílopes negros, todo un zoológico sobre las
brasas. Por lo visto, la dentadura del anciano seguía sana.
Ahora todo ha terminado para la pareja. Mugabe destituyó al
vicepresidente Emmerson Mnangagwa, buscando dejar libre el camino a su
esposa, y el ejército, que él mismo forjó, los detuvo a ambos y los puso
con la casa por cárcel. El anciano fue destituido como jefe del
partido, y a ella la expulsaron de sus filas. Por último, los militares
lo obligaron a renunciar a la presidencia. El júbilo estalló en las
calles.
Mnangagwa es el nuevo hombre fuerte, con lo cual las sombras ominosas
vuelven a cerrarse sobre el país, igual que tras la deposición de Haile
Selassie, cuando asumió el poder un nuevo dictador, el teniente coronel
Mengistu Haile Mariam, cabeza del golpe de Estado. Mnangagwa, apodado El cocodrilo,
por la fama de su crueldad, fue jefe de espionaje de la guerrilla
durante la lucha de independencia, y luego ministro de Seguridad, y como
tal, jefe de la policía secreta.
Pésima costumbre que tiene la historia de repetirse.
Guadalajara, noviembre 2017
Facebook: escritorsergioramirez
Twitter: sergioramirezm
No hay comentarios:
Publicar un comentario