viernes, 30 de septiembre de 2016

Hasta la muerte desapareció
José Cueli


Tlatelolco, Ayotzinapa –lugares de la muerte desaparecida–. En que fue necesario barrer con el espíritu de los jóvenes universitarios y hoy guerrerenses. Espíritu de la conquista que reaparece en el espacio mágico que devela las máscaras que cubren el desmadre que agobia al país. Recuerdo, repetición inelaborables.

“En los caminos que yacen
dardos rotos
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas.
Enrojecidos están los muros.
Gusanos pululan en calles y
plazas
y están las paredes manchadas
de sesos.
Rojas las aguas cual si las
hubieran teñido
y si las bebemos agua de salitre.
Golpeábamos los muros de
adobe y nuestra ansiedad
y nos quedaba por herencia
una red de agujero.
En los escudos estaba nuestro
resguardo
pero los escudos no tienen
desolación
hemos masticado grama
salitrosa
pedazos de adobe, lagartijas,
ratones
y tierra hecha polvo y a un
gusano”…

Miguel León-Portilla (Mortiz, 1964) Anónimo de Tlatelolco, versión de Ángel Garibay.

El 2 octubre en Tlatelolco regresó el 26 septiembre en Ayotzinapa. Hoy vuelan en sangre, sueños, recuerdos. Ausencias que son presencia que se resignifican, magia de la naturaleza. La muerte desapareció.

Violentados por los desaparecidos recordamos el texto derridiano: El campesino (desaparecido) no esperaba encontrar tantas dificultades: creía que la ley debería de ser accesible a todo el mundo, en todo momento, pero cuando miro con más detenimiento al guardián, enfundado en su abrigo de pieles el ornamento piloso artificial, el de la ciudad y el de la ley, resolvió que lo mejor sería esperar hasta que tuviera permiso de entrar. Más el hombre se decide, se decide a no decidir, aplaza, retrasa, posterga y se aliena cada vez más.

Paráfrasis de la conducta mexicana que inundada de duelos y pérdidas inelaborales se instala en la pasividad y se sume en el letargo añorando la lengua materna que surge de la tierra madre, cuyas raíces se hunden en el terruño, brindando sensación de pertenencia, que hermana con el Sol y con el agua, con la sangre y la tradición; tejiendo con mil hebras simbologías milenarias que arraigan en el cuerpo de la palabra y en la palabra del cuerpo. Lengua natal que es gesto y susurro, quejido y quimera.

Nuestros mitos fueron arrancados de raíz y andamos como espectros sin historia, llorando por los hijos no nombrados. Clamamos a los dioses antiguos, mutilados, lacerados en el rodar escaleras abajo de los templos para sumirse en una honda negrura. No llegan las plegarias de los mexicanos silenciados, que han perdido la voz y sólo conservan un sollozo agónico. Pero ya no se sabe quién grita ni si el grito proviene de dentro o de afuera y si la realidad se confunde entre susurros, murmullos, plegarias, lamentos, silencios, oscuridad, túnel del tiempo, agujero negro…

“Puesto que nuestros dioses
han muerto
Déjenos pues ya morir
Déjenos ya perecer”.

(Miguel León-Portilla, citado por S. Ramírez, Obras escogidas, Grijalbo.)

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