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En México, desperdigados por unas cincuenta cárceles estatales, alrededor de cuatrocientos niños y niñas se encuentran en prisión sin haber delinquido jamás, sin haber enfrentado siquiera un cuestionable proceso judicial concluso en sentencia. No obstante ello, la cárcel es su hogar: en muchos casos, el único que han conocido.
Los niños son la esperanza del mundo.
— José Martí
Pocos hechos infaman tanto la razón humana y evidencian el sombrío abismo que en ocasiones separa a lo justo de lo legal como el drama de los 'niños presos', un drama que se inicia cuando la privación de la libertad lleva a una madre tras las rejas o cuando una reclusa da a luz. En ambos casos se trata de niños y niñas que legalmente debieran estar fuera de las prisiones pero por razones familiares se ven arrastrados a vivir el destino cambiado de sus progenitoras, niños y niñas que devienen en víctimas secundarias de un delito cualquiera que los arrastra a vivir relaciones afectivas diferentes a las comunes, las que dañan igualmente a la persona encarcelada.
No es un drama exclusivo de México, pero aquí se agrava por el hecho de que un gran porcentaje de esos niños y niñas —cerca del 80%— habitan en prisiones donde no solo impera el irrespeto a los derechos humanos: imperan también la violencia u otras formas de conducta antisocial que son asimiladas por los menores, quienes se ven expuestos a las mismas vilezas que padece un reo en cualquier prisión mexicana, en las que la sobrepoblación penal deviene en hacinamiento y pésima alimentación.
Muchas y variadas razones habrá para dejar a un niño o a una niña junto a su madre presa, pero el microcosmos que constituye cualquier prisión jamás será el indicado para que crezca en él. Tratar de evitar la repentina alteración del vínculo afectivo madre-hijo(a) en apego al recurso del 'interés superior' del menor es laudable; lo es menos la socorrida decisión de hacerle tener por casa un penal. De poco sirve una legislación como la mexicana, que limita a seis años la edad en la que los niños y niñas pueden permanecer junto a su madre en prisión, si la experiencia en esos años decisivos en la conformación de la personalidad está marcada por el encierro y el estigma. De nada sirve, si el reconocimiento de la fragilidad a la que están expuestos los menores no se acompaña de medidas que la contrarresten, la más elemental de ellas que no se les restrinja su libertad, que gocen en la cárcel de condiciones lo más cercana posibles a las que vivirían extramuros.
Las alternativas para ello son escasas; aun así existen las suficientes para evitar que la primera opción en ese drama carcelario sea dejar encerrado a un niño o a una niña con su madre presa. De inicio bastaría con evitar la reclusión de esta última —hasta donde lo permita la legislación penal vigente—, antes y durante el proceso en su contra. Como bien señalan muchos especialistas, con sobrado sentido común, el embarazo o la responsabilidad maternal son cauciones lo suficientemente fuertes ante la posibilidad de que una indiciada quiere evitar 'el largo brazo de la ley'. Pareja opción cabría usarse si al final del proceso resulta condenada.
Por mucho que se trate de dignificar la estancia de las reclusas que viven con sus hijos, si no se aplican políticas armónicas que permitan darle seguimiento a ese proceso, el peligro latente de un niño o una niña en una cárcel es que la huella de esa experiencia en su psique torne escabrosa su posterior incorporación a la vida en sociedad. O lo que es peor: que esa experiencia termine por convertirlos en delincuentes. Que sus madres disfruten de mejor comida que el resto de la población penal, de espacios para que puedan lactar a sus hijos o de celdas con mejores condiciones de habitabilidad no los hace inmunes a los aprendizajes torcidos. Por otra parte, tales privilegios propician que muchas madres no quieran renunciar a la presencia de sus hijos en la prisión, guiadas menos por el instinto maternal que por el disfrute de las atenciones referidas. Ello explica, junto al hecho cuestionable de que no se les puede obligar a separarse de sus vástagos —en Noruega, valga el apunte, no autorizan la presencia de niños en las cárceles—, que un 60 % de las madres en las prisiones mexicanas se hayan quedado embarazadas tras el inicio de su condena, ya sea por una visita conyugal o por alguna relación con personal del centro penitenciario.
Las investigaciones sobre el drama de los 'niños presos' son tan escasas como las alternativas que plantea el problema. Escasas y de limitado alcance, por lo que sus conclusiones no pueden tomarse como generalidades. De ahí que visibilizar este drama sea el primer paso para procurarles a esos niños y niñas un bienestar jurídico y social que hoy se antoja inalcanzable. Ignorarlo, ver su encierro como un evento circunstancial en la burocracia carcelaria, y accesorio a la condena de sus madres, es sembrar en el drama del presente una semilla perversa de la que tan solo germinarán desesperanzas futuras.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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