Venezuela, la unión aún hace la fuerza
Venezuela
demuestra que, aun en los azarosos años de posverdades y demás mentiras
modernizadas, la frase “la unión hace la fuerza” todavía es cierta.
Lo
que hizo posible el surgimiento de la Revolución Bolivariana en
Venezuela es lo mismo que permite que el espíritu de subversión en
ciertas reglas de juego sociales y económicas, junto a la expectativa de
construcción de un socialismo doméstico, se mantengan hoy en día contra
viento y marea: La fuerte cohesión cívico-militar y el forjamiento de
una sólida convicción política al interior de ambos núcleos.
Sin esos puntales el proceso, que ha debido enfrentar embates
gigantescos, no sobreviviría de la forma en que lo hace. Dentro de las
fronteras resiste a unos opositores, cómo no, torpes y fraccionados,
pero, también, pudientes y obcecados; en el ámbito internacional, los
apremios geopolíticos y la avidez energética de los Estados Unidos, así
como el encarnizamiento de una Administración a cargo de aventureros.
Contar el cuento
Han transcurrido más de dos décadas desde aquel anochecer remoto del
domingo 6 de diciembre de 1998 cuando se consumó “lo que tenía que
consumarse”, tal y como lo expresó en su primer discurso el entonces
presidente electo Hugo Chávez Frías.
Seis años antes, en 1992, una señal inequívoca habría alarmado al
bipartidismo en el poder si hubiera estado más despabilado y menos
confiado en la inercia de cuarenta años de señorío: La rebelión liderada
por un teniente coronel desconocido, el antihéroe y antisistema
temerario de la emblemática 42.ª Brigada de Infantería Paracaidista que
caía de entre las nubes adecas y copeyanas.
Un sentido de la transformación política, económica y social que no
llegaba de la nada y con raíces más hondas que lo reparado a simple
vista. Algo para escarbarlo desde las edades opacas de la Colonia,
quizás proveniente de la virtud de haber sido apenas una Capitanía
General periférica, en cierto grado exenta de la fatalidad de los
virreinatos pomposos.
Los ataques inclementes padecidos por los venezolanos exteriorizan la
decisión de luchar a muerte por un valor que confiere la supervivencia:
el de la unidad. Otra capacidad que tampoco es de ahora. Pero ahora los
enemigos echaron una mano para consolidar ese carácter sustancial e
indivisible de ciudadanos, militares y, por supuesto, Gobierno.
El presidente Nicolás Maduro, de otro modo, no estaría contando el
cuento. A sus seguidores los hallaríamos de vuelta al destierro de los
cerros, seguramente, con similares o peores desasosiegos monetarios; eso
sí, sin los aspavientos de la derecha continental ni la propaganda de
los medios dominantes. Y todos tan campantes en otra más de las felices
sociedades occidentales con millones de dólares en la bolsa de unos
pocos y millones de pobres apelmazados bajo la alfombra.
El porvenir bajo el brazo
No podemos augurar qué clase de mundo habrá dentro de dos o tres
décadas ni quiénes de nosotros estaremos o no en él. Quién sabe cuáles
halcones aletearán por los cielos de Nuestra América mestiza, “en los
pueblos de pierna desnuda y casaca de París”, o de qué caletre serán
los títeres corrompidos y corruptos que maniobrarán por los alrededores.
Lo que sí se sabe a ciencia cierta es que en Venezuela, en la orilla
que sea, estará plantado un pueblo con varias décadas de resistencia
acuestas. Si aún en el poder, con muchos caminos consolidados y mirando
atrás, hacia los días actuales, sólo para apuntalar mejor el futuro que
se desperezará enfrente lleno de nuevas provocaciones e ilusiones.
Y si por las artimañas del imperialismo o por los avatares de la olla
de grillos que son nuestras fraudulentas democracias se perdiera el
poder gubernamental, ese pueblo conservará los secretos para
reconquistarlo y, en todo caso, nadie podría conducirlo de regreso al
medieval vasallaje de la IV República.
El grueso de los venezolanos sustituyó las visiones rastreras del
mundo, que es cosa diferente a los gozos arrastrados de unos cuantos,
por otras más decorosas. ¡Oh deplorable paradoja! En las alturas los
caraqueños humildes tenían la perspectiva inferior de su ciudad,
mientras que desde abajo miraba la clase alta por encima del hombro a
los incompatibles paisanos de los cerros.
No más genuflexiones. No más veces ninguna persona ninguneada. Unos
pobladores históricamente excluidos aprendieron de autoestimas, y lo
sabido es lo que determina la clase de país que les traerá el porvenir
bajo el brazo. Algo fácil de decir y difícil de vivir en medio del
asedio brutal.
No es el sitio de Cartago, probablemente, entre el 41 y el 40 a.C.,
donde las legiones romanas pasaron a cuchillo a varios cientos de miles
de habitantes y esclavizaron a cincuenta mil. Tampoco el de Alesia, un
siglo después, cuando los nietos de esos legionarios, bajo la conducción
del insaciable conquistador y expansionista romano Cayo Julio César,
sometieron a la ciudad y tomaron más de cuarenta mil esclavos galos.
Pero los daños a la población, sobre todo, a niños, ancianos,
enfermos, en fin, no se distinguen de aquellos de los tiempos más
crueles de la Historia ni los designios difieren de los más despiadados
que siempre singularizan a los invasores. No obstante, hoy, como ayer,
el poderoso es débil. Y el recio nunca oculta la insignificancia.
Desatinos a la mano
Lo que afronta Venezuela llega más allá de la construcción de un
paradigma; inclusive, de las bondades del proceso mismo, y de los
heroísmos cotidianos o las virtudes que tuviere la Revolución como tal.
Tiene que ver con la certeza de que los traidores internos e interinos, y
los bribones extranjeros, le metieron candela a las opciones favorables
y tranquilas.
Pocas veces dos aviesos ejecutantes se avinieron mejor para ir a dar
al derrumbadero: ese embauca a este y ambos delatan las intenciones;
aquel cavila el desguace del socio de andanzas antes que el del
adversario; los dos se creen la tontera propia y las ajenas.
Opositores con egos como miras y gobernantes imperiales carentes de
prudencia. Los unos han enseñado cuarenta veces que a pesar de
contabilizar millones de votos no tienen con quién; los otros, que se
quedan sin imperio, y ellos contribuyen como pueden, no tan
modestamente, a que así sea.
Esa concordancia ha dejado al país por largos lapsos en la cuerda
floja. Pareciera que determinados sectores de la oligarquía opositora se
regodean con el dolor de los compatriotas y llegan al descaro de
reclamarle a los tutores cualquier acción demente. Abogaron por la
invasión militar. Cohonestan el ingreso de mercenarios. No les
fastidiaría la guerra civil.
No deja de ser peligroso que los Estados Unidos, que en el colmo del
desconocimiento sobre la realidad del vecindario le apostaron las fichas
a la alternativa más fraudulenta imaginable, el golpista Juan Guaidó,
opten algún día por otro desatino en la impaciencia por adueñarse de un
entorno geoestratégico de primer orden, y, claro está, de una tentadora
riqueza en petróleo y minerales que creen suya y a la mano, y que, en
efecto, la precisan.
Dialogar sin habla
Existiría la opción del diálogo, nadie lo duda, la salida sensata, la
elección obvia, pero no es cuestión de aplomos. Se trata del
exhibicionismo de una superioridad cada vez más cuestionable.
El orgullo herido de los mandamases estadounidenses salteados en su
soberbia. Del Trump de las cifras tramposas y la desmesura a la
intimidación confesional de Pence; del Pompeo de turbión por la región a
la turbulenta bocaza de Bolton, o al ánima en pena de Abrams. Con el
concierto de países serviles, dependientes, que actúan por encima de
jurisprudencias y acuerdos internacionales gracias a los bríos tribales
conferidos por la manada, como Colombia, Brasil, Argentina o Chile, para
no salir de Suramérica.
De tal modo que a la dupla de insidiosos y aprovechados sólo volverá a
quedarle por hacer lo que ha venido haciendo mal hace rato: socavar la
unión, esa que le da forma y vuelo a la fortaleza de los pueblos.
El enemigo lanza saetas por los cuatro costados. Ni siquiera la
emplumada con ayudas humanitarias da en el talón de Aquiles. ¿Dónde
diablos queda el mentado talón? Eso, quién lo duda, desespera.
Mas no dejarán de arrojarlas adonde sea porque, salga lo que saliere,
sería la única manera de volver: los de aquí, al poder de los
proustianos tiempos perdidos; los de allá, a la dominación que entre
guerras comerciales, tecnológicas, mediáticas y territoriales se les
escurre por entre los dedos.
La unión, la fuerza
Y entonces todos corrieren, como lo dicen los españoles en la
secuencia preposicional tan suya, a por el país. Raudos a por las
riquezas para retardar el siniestro ineludible. Sólo que ni unos ni
otros se repartirán algo más que espejos (para los egoístas locales) y
espejismos (entre los ególatras foráneos).
“Como la concordia hace crecer las cosas pequeñas, la discordia trae
la mayor decadencia”, escribió el espléndido Salustio en su Guerra de Yugurta,
entre el 41 y el 40 a.C. Una guerra de victoria titubeante, además, en
la que por primera vez se atacó la soberbia de la nobleza, según
apreciación del historiador. Los siglos de los siglos moldearían el
enunciado y lo simplificaron para el subrayado: “La unión hace la
fuerza”.
Venezuela nos muestra que, aun en los azarosos años de posverdades y
demás mentiras modernizadas, la proverbial frase de aquellos tiempos de
grescas entre númidas y romanos todavía es cierta.
Escrito por Juan Alberto Sánchez Marín
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