Jerusalén y la prepotencia imperial
¿Qué
pasaría si el presidente de un determinado país, pongamos como ejemplo
Guatemala, o las Islas Marshall, unilateralmente decidiera trasladar la
embajada de su país en Estados Unidos, es decir de Washington a otra
ciudad distinta de la capital: digamos a Atlanta, o Las Vegas?
Además de tomarlo por chiflado, ello provocaría un revuelo tal (o un
escarnio tal) que la medida ni remotamente podría concretarse. ¿Por qué
no sucede lo mismo con lo que acaba de hacer el presidente
estadounidense Donald Trump con la decisión de trasladar la sede
diplomática de su país en Israel (los territorios ocupados de
Palestina), desde Tel Aviv a la ciudad de Jerusalén (Al-Quds)?
Porque esa potencia se mueve como dueña del mundo. Obviamente no lo
es, pero su pretensión va por ese lado. Lo que hace, saltándose todo
tipo de norma jurídica internacional, es una demostración de su
prepotencia, de su soberbia imperial. En alguna ocasión, hace unos pocos
años, John Bolton, funcionario de alto nivel de Washington, dijo sin
tapujos: “Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe
seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo
haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”. Lo proclamado por el presidente Trump va en ese sentido.
El anuncio del traslado de la embajada en Israel complica más aún la
ya complicada, compleja, incendiaria situación de Medio Oriente. En modo
alguno esto contribuye al proceso de paz entre israelís y palestinos
sino que, por el contrario, lo aleja, lo boicotea. ¿Por qué, entonces,
toma esta medida Donald Trump? Hacer un análisis pormenorizado de la
misma impone tratar de sintetizar innúmeros y variados elementos,
sabiendo que muchos de ellos son fragmentarios, o se mueven en el más
absoluto secretismo, de ahí la dificultad de su comprensión. De todos
modos es necesario intentar entender por dónde va el proceso, para ir
más allá de la crónica roja –e ideológicamente peligrosísima– de
continuas muertes entre “judíos y árabes” por “motivos religiosos”. Esa
televisiva forma de presentar los acontecimientos entorpece el análisis,
obviando los elementos reales en juego: lucha de clases e intereses
capitalistas. Lo que menos está en juego aquí son elementos de fe
religiosa, aunque así se pretenda presentarlo.
Donald Trump efectivizó lo que ningún presidente estadounidense se
había atrevido a concretar desde 1995, año en que una medida legislativa
del Congreso de Estados Unidos ya fijaba el traslado de la embajada de
Tel Aviv a Jerusalén. Todos los mandatarios habían evitado efectivizar
la medida, sorteándola con prórrogas semestrales. ¿Por qué lo hace ahora
Trump?
Hay varias explicaciones, seguramente interactuantes entre sí. Lo que
sí, de ningún modo es una extravagancia de un presidente loco,
excéntrico, una pura bravuconada descontextualizada. En todo caso, todas
las políticas imperiales de Washington son una bravuconada, siendo que
el estilo del actual mandatario es menos “políticamente correcto” que
otros. Pero la medida actual de ningún modo puede tomarse como la
expresión de una ocurrencia caprichosa. Hay lógicas férreas tras todo
esto, hay procesos que dan cuenta de la decisión.
Por un lado, se ha intentado ver esto como una medida determinada por
la situación doméstica: existe la posibilidad que el ahora ex asesor de
Seguridad Nacional, el general Michael Flynn, testifique contra el
presidente en el caso de la denunciada injerencia rusa en las pasadas
elecciones. La situación se podría complicar así para Trump, por eso, la
presente medida sería un distractor buscando el apoyo del Congreso,
supuestamente influenciado (¿dominado?) por el llamado lobby judío. Con
ello elevaría el perfil de su yerno, el judío Jared Kushner (casado con
su hija Ivanka, quien se convirtiera a la fe judía), investigado ahora
por la justicia en relación al caso de Rusia, apelando de esa manera a
la influencia israelí para salir del atolladero.
En esa línea, hay quien interpreta la medida como una cuestión
explicable por razones enteramente de política interna: ahora que su
popularidad está en franco descenso, Trump intentaría recuperar el apoyo
de millones de votantes de derecha, conservadores, reaccionarios, en
especial de evangélicos fundamentalistas, que fueron determinantes para
ganar la presidencia. Y también enviando un guiño al lobby judío, tan
importante en la financiación de las campañas presidenciales,
cumpliéndole así la promesa oportunamente formulada de traslado de la
capital hacia Jerusalén.
Con todo esto se podría pensar (buena parte de analistas así lo cree)
que Trump responde a las presiones de ese llamado lobby judío, la
poderosa AIPAC (American Israel Public Affairs Committee) en principio
–el Comité de Asuntos Públicos Israel-Estados Unidos–, quien en su
página electrónica expresa: “Los Estados Unidos e Israel forman una
alianza única para enfrentarse a las cada vez mayores amenazas
estratégicas de Oriente Medio. Este esfuerzo colaborador ofrece
beneficios importantes tanto para los Estados Unidos como para Israel”. Ello
presentifica, una vez más, una cierta teoría conspirativa. De ese modo,
ese supuesto lobby judío sería el responsable de la política exterior
estadounidense. Cada medida que toma cualquier presidente sentado en la
Casa Blanca responde a los mandatos de ese lobby, que pareciera moverse
en las sombras pero con un poder inaudito.
La política imperial de Washington la fijan los intereses de sus
grandes megacapitales, que no tienen otra lógica que la interminable
acumulación capitalista, sin importar credos religiosos (pudiendo ser
judíos o no). En un brillante análisis “Sobre el «lobby judío»”,
del Grupo ReVista, publicado el 9 de agosto de 2012, puede entenderse
más a fondo el mito en juego que hay allí: [En cuanto al aporte de los
distintos grupos de lobby] “La industria de la minería,
particularmente la del carbón, ocupa el segundo lugar con casi 100
millones de dólares entre 2007 y 2010. Le sigue la Industria de la
Defensa, de la que el informe no aclara montos. La industria del agro,
alimentación y tabaco gastan “más de 150 millones al año, financiando
campañas” y haciendo lobby. Por supuesto, las petroleras no van a la
zaga: “150 millones en 2010”. El lobby financiero le sigue, pero no se
aportan cifras. Las grandes industrias farmacéuticas gastaron más de 25
millones de dólares en 2009; seguidas de cerca, sí, aunque no lo puedan
creer, por la Asociación Americana de Personas Retiradas, que gastaron
22 millones de dólares en lobby. La Asociación Nacional del Rifle, según
este informe, gastó 7.2 millones de dólares en las elecciones de 2010.
Y, ahora sí, el omnipresente y omnipotente lobby pro-israelí, el AIPAC,
que gastó… 4 millones de dólares en 2010. Veamos, algo va mal: si un
lobby logra tantísimo con 4 millones de dólares, o son de una astucia e
inteligencia inenarrables, o bien la torpeza del resto es gigantesca (lo
cual, por otra parte, es inverosímil: cómo, entonces, han llegado a
obtener tantísimo dinero).”
Más acertadamente, creemos, se podría entender la medida de Trump
como la expresión de una política exterior sostenida por Washington en
el tiempo, que ahora, sin ambages, se permite dar un manotazo sobre la
mesa sin guardar las formas de corrección política. Sin ningún lugar a
dudas el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel traerá más
conflictos en la región, de por sí ya muy convulsionada. Esto hace saber
al mundo que Estados Unidos ya no considera la ocupación israelí en
Jerusalén como un acto ilegal, avalando así los asentamientos ilegales
construidos después de la Guerra de 1967, los cuales vulneran el derecho
internacional según el Convenio de Ginebra. Por supuesto que esto
traerá la reacción de los palestinos (que ya comenzó, y no sería
improbable que se forme una Tercera Intifada), o de buena parte del
mundo musulmán incluso, lo que se verá reflejado en más represión por
parte de Israel. La posibilidad de creación de un Estado palestino queda
así relegada sin fecha, lo que militarmente significa más guerra para
toda el área (¿más negocio para el complejo militar-industrial?).
En otros términos: la medida de Trump, rechazada por la amplia
mayoría de países, no es sino la escenificación “sin anestesia” (un
tanto brutalmente, como es el estilo de este magnate arrogante, “macho”
probado) de una inveterada política estadounidense respecto a Israel,
más allá de las presiones de un pretendido todopoderoso lobby judío.
¿Por qué Washington, en solitario, sigue apoyando a Israel, más allá de
todas las condenas que pueda haber hecho la comunidad internacional, más
allá del derecho internacional, más allá de las medidas enjuiciatorias
emanadas de la ONU? ¿Por qué Israel es el que más ayuda recibe como
cooperación internacional de parte del país americano: 3000 millones de
dólares anuales? ¿Por qué su poderío nuclear ni se menciona, cuando a
Washington lo enfurece el desarrollo atómico de Irán o de Corea del
Norte? ¿Por qué tolera la continua violación flagrante de derechos
humanos contra el pueblo palestino, una de las más monstruosas
aberraciones humanas, comparable a las atrocidades que décadas atrás
cometieron los nazis contra los judíos en los oprobiosos campos de
concentración europeos, tan abiertamente condenados por Washington?
Porque la clase dominante de Estados Unidos hace lo que quiere,
considerándose dueña del mundo: “Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”. E Israel sirve a esos intereses imperiales de los grandes megacapitales norteamericanos.
“¿Por qué Estados Unidos apoya a Israel?”, se preguntaba Stephen Zunes en un muy lúcido análisis: “Las
frecuentes guerras libradas por Israel han servido de campo de pruebas
para el armamento norteamericano, a menudo contra el armamento
soviético. Israel ha servido como conducto para suministrar armamento
norteamericano a regímenes y movimientos demasiado impopulares en
Estados Unidos como para concederles ayuda militar directa, como el
régimen del apartheid en Sudáfrica, la Junta Militar de Guatemala, o los
contra en Nicaragua. Asesores militares israelíes han ayudado a
la Contra, a la Junta de El Salvador, y a las fuerzas de ocupación
presentes en Namibia y el Sáhara Occidental. Los servicios de
inteligencia de Israel han ayudado a los servicios de inteligencia de
Estados Unidos en la recogida de información y en operaciones secretas.
Israel cuenta con misiles capaces de llegar hasta la antigua Unión
Soviética, tiene un arsenal nuclear de cientos de armas, y ha cooperado
con la industria militar de Estados Unidos en la investigación y el
desarrollo de nuevos aparatos de vuelo y sistemas de defensa
antimisiles. (…) La correlación está clara: cuanto más fuerte y
más dispuesta a cooperar con los intereses de Estados Unidos se muestra
Israel, mayor es el apoyo que se le brinda.”
En otros términos, Israel es una avanzada de la política exterior
estadounidense en Medio Oriente. Está ahí, armado hasta los dientes (se
sabe que dispone de hasta 400 armas atómicas, no declaradas
oficialmente, existiendo lo que se conoce como Opción Sansón –estrategia
de disuasión de retaliación masiva con armas nucleares en contra de las
naciones cuyos ataques militares amenazan su existencia–) para cuidar los intereses estadounidenses, intereses que ¡no son religiosos precisamente!
Está ahí, y seguirá estando –la medida de Trump envía el mensaje claramente– para:
1. disciplinar a todo aquel que intente tomar alguna medida
popular con tinte socialista, o que ponga en entredicho los intereses
estadounidenses, extendiendo así la lógica de la Guerra Fría (Israel
comenzó a ser una “delegación militar” de Estados Unidos en la década de
los 60 del siglo pasado, cuando el “socialismo árabe” pro soviético
comenzaba a expandirse por la región);
2. cuidar las reservas petroleras de las que se aprovecha la
economía norteamericana (el Consejo de Cooperación del Golfo –compuesto
por Kuwait, Qatar, Omán, Arabia Saudita, Bahrein y los Emiratos Árabes
Unidos, el mayor proveedor de petróleo del mundo, constituido por
regímenes conservadores disciplinadamente alineados con Washington, un
muy importante comprador de equipo militar del complejo
militar-industrial americano–, es un aliado de Israel, lo que evidencia
que no todo el mundo árabe o musulmán está enfrentado con Israel);
3. contener el avance de las geoestrategias de Rusia, China o de Irán;
Sin cuidar las formas –parece que a este presidente eso no le
preocupa mucho– Trump ha hecho saber al mundo que el complejo
militar-industrial (que podrá ser judío o no, eso no importa, es casi
anecdótico) sigue marcando el ritmo de la política imperial de
Washington. Lo cual evidencia, por otro lado, que el capitalismo, en
tanto sistema global, no puede ofrecer solución a los problemas de la
Humanidad, puesto que su única salida, su única posibilidad de
supervivencia, es la guerra.
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