Mar de Historias
El sonido de la música
Cristina Pacheco
Recuerden: tienen quince minutos. Pueden ir al baño, hablar por teléfono, tomarse un café–. La licenciada Valles repite su broma infalible: – Rimember que es gratis y que debemos regresar a tiempo para que en el segundo segmento escuchemos a Marcela.
La aludida toma su bolsa y se levanta:
–Quería pedirle que me permitiera hablar en otra ocasión. Estoy muy atrasada con el muestrario. No puedo perder tiempo.
–¿Cree que las sesiones de autoconocimiento son pérdida de tiempo?– La licenciada adopta una actitud paciente y severa: –Se equivoca. Pregúnteles a sus compañeras y verá cómo nuestras pláticas las han ayudado en su trabajo. Y es lógico. Al plantear sus problemas se desahogan y eso mejora su concentración y su rendimiento. Por cierto, Marcela, nunca antes la había visto. ¿Es nueva?
–Aquí sí porque hace un mes me trasladaron de la planta de Texcoco, en donde llevaba nueve años. Allá no se usan las pláticas. Uno va a trabajar y punto–. Marcela escucha risas y, cohibida, camina hacia la puerta. Antes de abandonar la sala de usos múltiples oye otra vez palabras que la intimidan: –No se me retrase: hoy le toca exponer.
Disgustada, Marcela se dirige a la mesa en donde está el servicio de café. En cuanto logra llenar su vaso desechable se acerca a la ventana. Da al patio cerrado en donde un hombre silba y barre con energía. Envidia al trabajador porque él no tiene que asistir a las sesiones mensuales de autoconocimiento y productividad que se organizan en Lindalove. Piensa en lo que dirían de este programa sus antiguas compañeras de Texcoco. Escucha la voz de Verónica:
–Veo que estás preocupada porque te toca hablar. La primera vez que lo hice me sentía igual y pensaba que era inútil. Después me di cuenta de que es bueno decir lo que a una le pasa. Aunque tengas familia a quien platicárselo no es lo mismo porque desde los padres hasta los hijos quieren ordenarte cómo resolver tus cosas. Aquí es distinto. Si pides opinión te la dan; si no, no hay bronca. Cálmate: verás que te hará mucho bien. Hace días que te veo preocupada.
–No, estoy bien. Oye ¿es obligatorio hablar?
–No, pero los jefes se enteran y te catalogan de “elemento pasivo”, o sea como que no quieres cooperar. Eso te baja puntos y al rato hasta puede que te quiten el trabajo–. Verónica da tres golpecitos supersticiosos en el marco de la ventana: –Ojalá nunca me echen de aquí. No encontraría nada y menos un sitio como este, en donde la edad no pesa tanto. Si cumples con las cuotas aunque tengas cincuenta años, como yo, puedes ascender a promotora. Ándale, termínate el café. Ya es hora de volver al salón.
II
Marcela es la última en entrar. Antes de sentarse lee el cartel colocado en la pared: “Primero habla. Después escucha y aprende”. Reconoce que preferiría algo más simple: huir, al menos por hoy, de la fábrica de cosméticos y evitarse el bochorno de sincerarse ante personas desconocidas que de seguro la juzgarán mal.
En medio del silencio y la expectación, por fin ocupa su sitio tras el escritorio en donde hay un lápiz y tarjetas tan vacías y blancas como su mente. No se le ocurre nada qué decir, mira en todas direcciones y se retuerce las manos. Suena un celular y en seguida se escucha la voz de la licenciada Valles: “Saben que deben mantenerlos apagados durante nuestras sesiones por respeto a quien tiene la palabra, en este caso Marcela. Ella abordará el tema de sus recuerdos y su mundo presente”.
III
–Lo que pasa es que no sé qué decir. O mejor dicho sí, pero no es nada importante, al menos para ustedes: mi esposo agarró mi radio, lo tiró al suelo y quedó hecho pedazos. Me dolió muchísimo. Aunque sea un vejestorio lo quiero como si se tratara de una persona. Me lo regaló mi abuela y además me ha acompañado desde que yo era jovencita, cuando vivía con mis cinco hermanos y mis padres. Por amplio que fuera nuestro cuarto, resultaba pequeño para ocho personas. De ese infierno podía escaparme en las mañanas con el pretexto del trabajo; por las noches no tenía más huída que encender mi radio. La música y las voces que salían de él me salvaban de oír las discusiones o las cosas íntimas de mis padres. No me considero la única mujer que ha vivido eso ni soy la única que tiene problemas con su esposo. Explicarlo es difícil… Licenciada: ¿puedo bajar por mi botellita de agua?
Antes de que la expositora dé un paso, Verónica se acerca con la botella en la mano. Marcela la destapa, bebe con torpeza y las gotas escurren por la bata azul que es parte de su uniforme:
–Siempre hago lo mismo. Nací con manos torpes. De chamaca, cuando se me caían los platos en la fonda en donde trabajábamos mi mamá y yo, en cuanto llegábamos a la casa ella gritaba que por mi culpa la patrona nos iba a correr y ¿entonces…? Me sentía culpable y con ganas de llorar, pero me aguantaba para no causarle más mortificaciones a mi madre. Ya luego, cuando me iba a la cama, me deshacía en lágrimas sin que nadie se diera cuenta porque me ocultaba el sonido de mi radio. Lo oía durante horas y mientras soñaba–. Marcela se vuelve a la licenciada Valles: –Ya ni sé por qué estoy hablando de eso.
La respuesta devuelve a Marcela al principio de su exposición: el problema con su marido.
–Ah, sí. Adrián y yo llevamos tiempo de casados. Nadie creía que íbamos a durar porque él es nueve años mayor. Tiene su carácter y es muy nervioso: mi hermana dice que esa es la causa de que yo no me haya embarazado. Por el momento es mejor. Los niños lloran, gritan… A Adrián le molesta mucho el ruido. Lo comprendo: luego de manejar el taladro ocho horas queda como loco, sin ganas de ver ni oír nada. De la música lo único que le gustan son las cumbias. Pero a mí me encanta toda, y más cuando la oigo en mi radio. A ese vejestorio tengo mucho que agradecerle porque ha sido mi mejor compañía, mi refugio. Oyéndolo me pierdo, me olvido de mis problemas y de todo. Por eso me dolió tanto que Adrián lo botara al piso.
Marcela hace una pausa para reprimir el impulso de llorar:
–Lo que más me entristece es que Adrián lo haya roto a sabiendas de lo significó y significa para mí. Aunque esté casada me siento muy sola. Adrián llega del trabajo y casi no me habla; cenamos, se mete en la cama y se duerme. Entonces yo, para alegrarme un poco, enciendo mi radio quedito para no molestarlo. La otra noche estaba escuchando una música muy preciosa cuando de repente Adrián se dio el volteón y me preguntó qué era eso. Respondí lo que había dicho el locutor: un concierto compuesto por un músico famosísimo nacido creo que en Viena. Adrián me acusó de malinchista por preferir lo que hacen los extranjeros. Bien cariñosa, le pedí suavecito que pusiera atención al concierto. Se paró de un salto, jaló mi radio y lo tiró al suelo. Al verlo hecho pedazos sentí ganas de muchas cosas: atacarlo, reclamarle, llorar. No lo hice porque siempre me resulta contraproducente y sólo me atreví a preguntarle por qué había hecho esa salvajada. Me respondió que para descansar necesitaba silencio y no música de iglesia. Muy quitado de la pena se durmió. Yo seguí despierta y sin poder llorar como otras noches en que la música y las voces salidas de mi radio me guardan el secreto.
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