40 años de la revolución sandinista: debatir es necesario
Raúl Zibechi
Quienes crean que la crítica y
la autocrítica son inútiles, o peligrosas, pueden leer los discursos e
intervenciones de Lenin después de 1917, ante sus compañeros, en los
congresos y plenos del partido y de los soviets. Observarán la
rigurosidad de sus análisis, implacables con los errores y desviaciones,
intransigentes con sus más cercanos camaradas.
Siempre fue así, pero desde la toma del poder ganó en densidad y
precisión, indagando siempre temas nuevos. Le exasperaban la burocracia y
las trampas que sus compañeros se hacían para rehuir los problemas que
creaban o no eran capaces de resolver. Todos los revolucionarios, en
todo tiempo, fueron implacables con el campo en el que militaban, porque
se jugaban la vida y despreciaban los cargos.
Cuando se cumplen 40 años del triunfo de la revolución sandinista, no
se han escuchado análisis profundos de las izquierdas hegemónicas, pese
a que el proceso encabezado por Daniel Ortega naufraga en la corrupción
y la represión, dejando tras de sí una estela de asesinados,
torturados, presos y exiliados. Un connotado académico dijo, días atrás,
que la masacre de abril fue de una
sobriedad ejemplar (...) muestra de un temple y una capacidad de respuesta constructiva, generosa, patriótica.
Los análisis más serios provienen estos días de ex comandantes que
han abandonado el FSLN en diversos momentos. Mónica Baltodano, Dora
María Téllez, Luis Carrión, Henry Ruiz y Óscar René Vargas, entre los
más conocidos. Por razones de espacio me centraré sólo en dos de ellos.
Baltodano considera al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo como una dictadura, en artículo publicado en Brecha (https://bit.ly/2LOHStj).
Asegura que la inmensa mayoría de “comandantes de la revolución,
guerrilleros, combatientes populares y gente del pueblo que se incorporó
masivamente a la insurrección final, repudia el orteguismo, sus
atrocidades y la represión desatada, que incluye –según las conclusiones
de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos– crímenes de lesa
humanidad”.
Denuncia la represión policial-militar y paramilitar desatada por
Ortega contra estudiantes y campesinos, que no duda en calificar como
masacre, perpetrada a partir de las movilizaciones populares de abril de 2018 contra los recortes en el sistema de pensiones.
Aliado con banqueros, grandes empresarios y con Estados Unidos, a partir de 2007 Ortega se convirtió, según la ex comandante,
en paladín del capitalismo y del libre mercado, de las facilidades a las trasnacionales, del brutal extractivismo, de la explotación de los recursos naturales y de la privatización de toda la riqueza pública. Le indigna que algunos partidos de izquierda e intelectuales apoyen al régimen,
aun después de la matanza que dejó cientos de muertos, miles de heridos y mutilados, así como más de 70 mil refugiados políticos.
Carrión se centra en la autocrítica, pero luego de reconocer que fue
parte de lo que denuncia en un extenso artículo en la revista Envío (https://bit.ly/2Otr6lC).
Se detiene en la descripción de las realizaciones de la revolución en
la salud y la educación, el empoderamiento de los sectores populares y
la reforma agraria. La crítica comienza con el hecho de que los
sandinistas asumieron un poder absoluto, que los llevó incluso a colocar
a la sociedad y a los movimientos bajo su control, siguiendo la lógica
del
partido único.
La conversión de las organizaciones sociales en
correas de trasmisiónde la dirección del FSLN, en la peor tradición estalinista, fue de la mano de la acusación de contras (contrarrevolucionarios) a quienes no se alinearan con las decisiones de arriba. En ningún terreno se aceptó pluralidad, ni siquiera en las organizaciones de mujeres, de campesinos o de pobladores urbanos. Todo debía pintarse de rojinegro, reconoce Carrión.
Con el paso de los años, podemos entender la política hacia los
miskitos de la Costa Caribe, a quienes se les intentó imponer la lógica
sandinista, que sentían como una nueva colonización. Se trató de los
tradicionales errores de una política centrada en el Estado, pese a lo
cual los propios sandinistas intentaron corregirlos con la declaración
de autonomía, en lo que considera
un mérito del gobierno revolucionario.
Diferente es el trato que recibió el campesinado, que Carrión estima
clave para el descarrilamiento de la revolución. Sostiene que la guerra
entre los sandinistas y la contra apoyada por Estados Unidos, no se
habría generalizado
si no se hubiera producido un alzamiento masivo contra la revolución de los campesinos del centro del país, desde el norte hasta el sur.
En este aspecto, considera que hubo un abuso con las confiscaciones
de tierras que, inicialmente, afectaban sólo a los somocistas pero luego
se aplicaron a las personas que no apoyaban la revolución. Un problema
adicional es que las confiscaciones
las ejecutaron funcionarios y dirigentes políticos que venían de las ciudades con una visión ideológica del campo, sin conocer la identidad de la sociedad campesina.
El sandinismo reprodujo la actitud colonial/patriarcal de los
partidos de izquierda hacia los campesinos y los pueblos originarios.
Según Carrión,
una incapacidad de relacionarse con el campesinado, que hablaba otro idioma, distinto al de quienes llegaron al campo representando a la revolución.
Por último, los comandantes abordan el problema de un poder
revolucionario que reproduce las culturas políticas ya existentes en las
sociedades pre-revolucionarias. Así como Stalin (y el conjunto del
partido bolchevique) reprodujo la herencia del poder zarista, Ortega se
inserta en la tradición autoritaria de Nicaragua, donde la dictadura de
Somoza duró medio siglo y fue precedida por otras similares.
¿Cómo hacer para no reproducir y para transformar las culturas
políticas hegemónicas? Este es el núcleo del debate que nos debemos y
que, por ahora, sólo los movimientos de mujeres y de pueblos originarios
comienzan a responder.
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