Hambre rompe muros
José Cueli
▲ Un integrante de la recién formada Guardia Nacional vigila desde
Tijuana, Baja California, la frontera entre Estados Unidos y México,
justo en la sección del muro donde están inscritos los nombres de
militares veteranos deportados de Estados Unidos.
Foto Ap
Un muro se yergue en el
espacio que tratan de derribar los migrantes; aparecen los policías.
¡Ah! nunca acaban de derribar el muro, los muros, los sicológicos, sólo
queda el silbido balístico del aire que acaba con migrantes. El hambre
de miles no tiene la fuerza suficiente.
Estos hidalgos quijotescos, lo mismo de otra y esta época, eran o son
en su pobreza; felices –porque tenían pura la sangre de su linaje–, pan
para nutrirse y casa blasonada que les prestaba abrigo en el invierno y
sombra en el verano. Es decir, tenían cuanto un pobre de su alcurnia,
de sus ideas y de su carácter podía apetecer en los tiempos que corrían y
en ello fundaban la mayor vanidad.La pobreza y aun la miseria no excluyen la dignidad, lo mismo ayer que hoy en la casta. Esa casta traumática que heredamos y requerimos para enfrentar nuestro idealismo mágico al pragmatismo actual propiciador de delincuencia por hambre de los más.
¿Dónde está la dignidad? Que tiene seguramente milenios de formación secreta, y no precisamente esquemas económicos con base en estadísticas. ¿Cómo se pueden encontrar los hilos que nos lleven a través de otros hilos mágicos, sean raciales, sensoriales, climáticos, educativos, sexuales, hasta su raíz? Y encontrar los significados más precisos de sus lenguajes, los rasgos, las gesticulaciones, el color, ademanes, manera de ser, y ‘‘partículas tan inasibles del proceder humano tales como la manera de andar y sentarse, usar el sombrero y máscaras” que se repiten en las afueras de las ciudades perdidas y el intento de entrada al país vecino.
El campesino mexicano o centroamericano se pone las botas del vencido –‘‘El Quijote”– y atraído y hasta cautivado por lo que dice y no dice; lo que sugiere, entresaca e ironiza, traduce caracteres y perfiles que fraternos de otras ciudades y latitudes aparecen como distintos, indescifrables. Distintos, incluso como cultura y entidad social. Con tradiciones, gustos, gastronomía y preferencias de difícil interpretación, fiestas que no entendemos, gritos inaceptables que sorprenden al margen de las condiciones sociopolíticas desfavorables.
Pero, ¿qué nos da, además, el distintivo geográfico, el saber que
pasaron más frío, más hambre o más humillaciones? Porque el mexicano
está imbuido de una magia que desconocemos y es intimidad, vejez,
traumas no elaborados; tristeza, que no tiene que ver con el malhumor o
la flojera. Magia que se define con propiedad y deja flotar sus
maleficios heredados que sólo captan quienes simpatizan con él.
Todo lo cual lleva a una desconfianza que pone de manifiesto un
abismo construido de abandonos, desconfianzas mutuas entre autoridades
migratorias y ejecutivas de naciones en desacuerdo y el diálogo es
motivo de interminables sospechas. La falta de confianza no hace más que
poner de relieve el instante, los instantes trágicos en el que el
sentido se destruye.
Desconfianza que habla de algo inaprensible, una ruptura que surge
del interior de las palabras en que se escapa el significado al
transformar la realidad en mudez. Las palabras existen al margen de lo
que expresan disociadas y escindidas del significado. La desconfianza
revelada en silencios, rupturas del dialogo es el sello característico
de la impotencia (omnipotencia) recíproca frente al doble discurso sin
legitimidad nacional.
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