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"Un político se convierte en un estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones"
— Winston Churchill
La historia reciente de México puede leerse como la de un país sobrado de políticos y huérfano, en cambio, de dirigentes con la mirada puesta en el horizonte y no sólo en el camino de las urgencias sexenales y la vereda de los intereses partidistas.
La proposición es refutable y acaso restrictiva, pero los problemas del México contemporáneo no son ajenos a esa falencia común: la ausencia de estadistas.
En ese despropósito que hace del futuro un rehén de lo inmediato descansa la percepción de que México, más que una federación manejada con una visión del mañana, parezca una entidad corporativa urgida de beneficios a corto plazo sin importar el costo social de los mismos. Ese despropósito, hijo de la implementación de políticas neoliberales que socavaron la solidez del Estado, explica la gradual conversión de un país económicamente autónomo en otro regido por la dinámica empresarial de una sociedad anónima de capital variable (S.A de C.V.).
Fue una mudanza paulatina que inició en los albores del régimen tecnocrático de Miguel de la Madrid (1982-1988). Cuando asumió el poder, el gobierno mexicano participaba en cerca de cuarenta rubros de la economía nacional; al término de su mandato apenas sí intervenía en una veintena de ellos, debido en gran medida a un proceso de privatización sustentado en la misma mentalidad con que una empresa matriz prescinde de algunas de sus divisiones: "no eran estratégicas ni prioritarias".
Con ese argumento, asumido luego por Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y Ernesto Zedillo (1994-2000), se fue desmontando pieza por pieza un modelo de economía mixta, con el Estado en la función de regulador, para dar paso a la nueva versión del "laissez-faire" mercantil importada desde Chicago con la esperanza de que fuera la panacea de los padecimientos económicos y sociales del país, política coronada en enero de 1994 con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un acuerdo en el que primó la inmediatez de los eventuales beneficios que suponía integrarse al espacio comercial de Canadá y los Estados Unidos por sobre su impacto a largo plazo. Si lo primero ha permitido un crecimiento promedio del Producto Interno Bruto (PIB) de apenas un 2,99% al año (desde su entrada en vigor hasta el 2014), lo segundo le ha abonado al preocupante incremento del PID mexicano: Pobreza, Inseguridad y Desempleo.
Los gobiernos posteriores —Vicente Fox (2000-2006), Felipe Calderón (2006-2012) y el que hoy preside desde el 2012 Enrique Peña Nieto- han transitado por la misma senda sin apenas otro logro que el de haber evitado crisis traumáticas como la del "error de diciembre", la bomba financiera de 1994 que no desactivó a tiempo el ego político de Salinas de Gortari, la misma que terminó por explotarle en la cara a Ernesto Zedillo por la impericia de su manejo. Si la empresa Estados Unidos (Mexicanos) S.A. de C.V. no quebró entonces, se debió, entre otras razones, a la ayuda monetaria que recibió de la casa matriz del TCLAN: Estados Unidos (de América) Corp.
Para entonces, México S.A. de C.V. se había convertido en una empresa maquiladora, sin base tecnológica propia y dependiente de la inversión extranjera. Y de hacer falta otra prueba para evidenciar la corta visión de los políticos devenidos en "emprendedores" bastaría acudir a lo sucedido con el petróleo: tantos años se vivió de los pingües ingresos de la exportación del crudo que poco se pensó en refinarlo. Hoy se paga esa torpeza con la compra a los Estados Unidos de casi el 40% de la gasolina que se consume en México.
Un país no se dirige como se administra una empresa. No obstante su sencillez, tal certidumbre les resulta ajena a los actores políticos mexicanos, muchos de ellos provenientes de la iniciativa privada, quienes no han sabido o no han querido entenderla. De ahí el discurso populista que proyectan con promesas de logros inmediatos, como si en vez de a ciudadanos se tratara de convencer a un puñado de inversionistas para que no retiren los fondos que constituyen su capital político.
De persistir esa visión empresarial con que se dirige la Nación, la clase política mexicana debiera siquiera aprender que la estabilidad de un país descansa en el músculo de sus instituciones y no en la quebradiza osamenta de quienes dirigen sus destinos. Las empresas exitosas lo saben muy bien: por eso Apple sobrevivió a la muerte de Steve Jobs y Microsoft prosigue su rumbo triunfal tras la salida de Bill Gates.
Lamentablemente, si de éxito se habla, este México S.A. de C.V. no se acerca a ninguna de esas empresas. Para lograrlo debiera empezar por convertirse en un país políticamente sustentable, en un Estado Socialmente Responsable (ESR) donde la polución (corrupción) y la progresiva erosión de la costanera de sus valores éticos puedan ser revertidas. Lamentablemente, y el "error de diciembre" dio pruebas de ello, en este México S.A. de C.V. donde conviven la concentración de riquezas y la exclusión social los accionistas sí responden con su patrimonio personal por las deudas de la empresa (y no sólo hasta la cantidad máxima del capital aportado); lamentablemente, en este México S.A. de C.V., los millones de accionistas que con su trabajo sostienen la Sociedad están a merced de los errores y caprichos de una junta directiva que no suele ver más allá del sexenio que le toca encabezar.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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