miércoles, 31 de agosto de 2016

México organiza un homenaje popular en el Palacio de Bellas Artes al famoso cantante Juan Gabriel. Foto: EPA
Es imposible para un cubano, más allá de las fronteras de sus gustos musicales, no haber escuchado los temas de Juan Gabriel alguna vez en la vida. Las canciones del llamado “Divo de Juá­rez” se han radiado hasta en los rincones más recónditos de la Isla, ocupan un lugar de privilegio en la banda sonora de los ómnibus interprovinciales, han constituido un bálsamo para aquellos que prefieren escucharlas cuando andan con los sentimientos de capa caída o sencillamente eligen sus contagiosas melodías para alegrarse un poco el día ante las urgencias de la vida diaria. Incluso, ya puestos a recordarlo, tengo una amiga, entrada en años, que para superar los primeros años del pe­riodo especial colocaba en su grabadora un casete con las canciones del mexicano para llenarse de energía y afrontar con más ímpetu la jornada del día siguiente.
Cuando se habla de Juan Ga­briel, fallecido este domingo a los 66 años víctima de un infarto, hay que hacerlo sin prejuicios, respetando el enorme va­lor que le otorgaron sus fanáticos en Cuba y en His­pa­no­américa, que lo admiraban (y admiran) como si el músico le hubiera cantado directamente a cada uno de ellos.
Juan Gabriel, a veces con sus can­ciones ro­mánticas y almibaradas, a veces llenas de dolor por los amo­res perdidos, era, para sus se­guidores, una especie de mesías que cantaba arropado por una in­creíble fortaleza para demostrarles que la vida podría ser un amasijo de problemas, pero cuando él subía al escenario podía cambiarla con dos o tres temas, y la multitud, desde aba­jo, le agradecía con  gritos y ex­cla­ma­ciones que solo comprenden los fieles a la música del ícono mexicano.
Juan Gabriel, que interpretaba por igual rancheras, boleros, huapangos, o sones, nunca temió a la burla por la imagen que exhibía ante los medios, por esas camisas estrafalarias llenas de colores y por su teatral proyección en el escenario, donde no reprimía los sentimientos que le provocaba estar ante miles de personas que le exigían esas canciones en las que indudablemente se reconocían.
En verdad ese niño pobre, hijo de campesinos, nacido como Alberto Aguilera Valadez el 7 de enero de 1950 en Michoacán, llegó a ser Juan Gabriel enfrentando desde muy temprano todo tipo de barreras que parecían decirle al oído que, para escapar de las penurias, debía librar a pecho descubierto una lucha hasta contra los mismísimos dioses. En su primera  juventud estuvo preso por un delito que no cometió, a su padre lo internaron  en un manicomio por tratar de estrangular a su madre, conoció todo tipo de desastrados personajes que lo invitaban a salirse de la ruta en los clubes de Ciudad Juárez donde alternaba su inclinación por la música con la venta de burritos (plato típico mexicano) y al llegar al Distrito Federal encontró su primera tabla de salvación de la mano de un famoso travesti que lo acogió en su casa y lo impulsó a no dejar de lado su sueño de convertirse en una estrella de la música de su país.
Al terminar la adolescencia, el futuro ídolo de multitudes se desplazaba por todo México para ofrecer sus canciones, y las entregaba a las disqueras, al principio sin mu­cha suerte. Hasta que un día el destino premió su infatigable tesón y pudo grabar, a los 21 años, su primer disco con temas como No tengo dinero (su primer éxito masivo) y Tres claveles y un rosal. Ese fue el álbum inicial de una extensa discografía compuesta por más de 50 fonogramas —fue uno de los compositores más prolíferos de la historia de la música latinoamericana— en los que aparecen temas que le hicieron merecer la categoría de mito como Querida, Hasta que te conocí, Abrázame muy fuerte y Se me olvidó otra vez, entre muchas más.
Su leyenda sentó cátedra en numerosas regiones de Lati­noa­mérica y el mundo. En los Estados Unidos era querido por la enorme comunidad latina radicada en el país. Tanto que en la ciudad de Los Ángeles —donde casualmente ofreció su último concierto este sábado— se declaró el Día de Juan Ga­briel y el cantante cuenta con una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood desde el 2002. El intérprete mexicano fue premiado además con las llaves de la ciudad del Va­ticano, de Buenos Aires, y de Madrid.
El músico, conocido como Juan­ga, también hizo importantes contribuciones para eliminar los estigmas que pesan sobre la comunidad gay. El cantante, que nunca ocultó su condición homosexual, defendió los derechos de este sector social desde su música y su liderazgo como artista. Por otro lado, siempre fue muy reservado en su vida personal y se alejó del amarillismo de las revistas del corazón.
Las respuestas de los artistas y personalidades latinoamericanas no se hicieron esperar ante la noticia de su muerte. Marc Anthony, Julieta Ve­neg­as, Ricky Martin, Marco Antonio Solís, el presidente de México En­rique Peña Nieto y Nicolás Maduro,  de Ve­nezuela, mostraron su pesar, a través de las redes sociales, por la muer­te del ídolo mexicano, que in­cluso fue comparado por su popularidad y la admiración que despertaba en México, con Mario Moreno, el cé­lebre Cantinflas.
En verdad la vida de Juan Ga­briel estaba destinada desde el inicio a convertirse en una trepidante telenovela. Cuando nació, su madre le puso Alberto en honor al personaje central de la radionovela cubana El derecho de nacer, el doctor Alberto Limonta.
Y esa “telenovela” tuvo como fon­do decenas de canciones, que pu­sieron a cantar y bailar a miles de personas en Latinoamérica.

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